Se despidió del benévolo Padre del Centro de Espiritualidad y se fue alejando de su casa-torre nativa. Al atravesar la ancha explanada que ante ella se extiende, topó con la estatua que se yergue sobre un alto pedestal: San Ignacio de Loyola.
A pocos metros correteaba un enjambre de muchachos. Resonaban sus gritos: ¡lñigo, Iñaki, Ignacio! Uno de ellos fijó su mirada en el peregrino, alertado por la morosidad con que éste contemplaba aquella estatua tan familiar. ¡Qué estará mirando! y desde luego no lo reconoció.
El peregrino se perdió en la soleada tarde y se dispuso a ascender las primeras estribaciones del Izarraitz. El valle iba quedando cada vez más bajo y distante, se iba abriendo el horizonte y ensanchando el cielo. Una tenue neblina hacía más dulces los tonos azulados del atardecer, mientras se encendía el brillo de Venus en el cielo y comenzaban a aparecer las estrellas.
El peregrino miró hacia arriba y de su corazón brotó espontáneamente una exclamación que parecía fundir en un instante siglos de distancia y amasar la continuidad perdurable del espíritu: « ¡Qué sórdida la tierra, cuando miro al cielo!».
José Ignacio Tellechea Indigoras
Solo y a pie
Introducción
José Ignacio Tellechea Indigoras
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